El regreso de América de Cali a la primera división, desde la vivencia de un “solitario americano”
Por Lucas Carvajal
Después de un maratónico viaje entre La Habana y Bogotá con el objetivo de la firma del
nuevo acuerdo de paz -el “Acuerdo del Teatro Colón”- y de intensas jornadas en las que los integrantes de la Delegación de Paz nos aprestamos a las nuevas tareas del momento, amaneció un domingo 27 de noviembre. Es, para quienes me conocen, la fecha de mi cumpleaños.
Pero ese día poco o nada tendrá que ver con celebración individual alguna. Fue, por el contrario, el exorcismo de la colectividad de la que más me enorgullezco, la de los fanáticos escarlatas, la de los amantes del América de Cali. Ese 27 de noviembre del 2016, después de cinco años en el infierno de la B, ascendimos.
Mi limitadísimo vocabulario no da margen para describir la emoción de este solitario americano, inmerso en la situación política más enrevesada de la historia nacional reciente, encerrado en un convento bogotano bajo tres anillos de seguridad de la Unipep de la Policía Nacional, viendo a su club tratando de superar la más dolorosa etapa de su historia.
La salida del equipo era preciosa. Tomas aéreas permitían ver a un barrio San Fernando teñido de rojo. La sanción de la Dimayor impidió que los chicos de Barón Rojo coparan la popular sur con los cantos y banderas, pero la hinchada se hacía presente en todo el resto del mítico estadio Pascual Guerrero. El carnaval canchero recuerda viejas jornadas, la “saudade” invade a quien esto escribe.
De repente volvieron todos los fantasmas. El vergonzoso descenso ante Patriotas, la casi clasificación ante Alianza Petrolera, el torneíto de enero, las promesas de tanto vendehumo y supuesto ídolo. El hincha suda, se muerde las uñas, maldice, refunfuña. Y los once gladiadores ahí, en medio de esa enorme responsabilidad: no fallarle a una gente que no quiere más vergüenza, que añora la dignidad perdida.
El partido, apretado. Los destacados de todo el año, ahí: “Tecla” Farías, quien con todo mérito es parte de nuestro santoral de ídolos; Cristian Martínez Borja, goleador que promete en un fútbol tan falto de gol como el nuestro; Efraín Cortés, la revelación de la zaga; y Jeison Steven Lucumí, el que pone el balón a rodar.
En el minuto 20, golazo del “Tecla” ante pase de Lucumí. En el 26 empata Quindío gracias a infeliz autogol de Mosquera. Y en el 45, ese pavor de todo hincha americano, el penalti, aparece una vez más en nuestra historia. A Martínez Borja le cae encima tamaña responsabilidad. El hombre mira hacia la enormidad de la tribuna, suspira y dispara. Su nombre ya es parte de nuestro patrimonio colectivo.
Un segundo tiempo de trámite y aguante, de sufrir y mucho esperar. Con el pitazo final, esa marea humana de sufridores americanos se toma la calle. Cali era una fiesta. El martirio terminó. Pagamos nuestros pecados. ¿Cuándo lo harán los demás?
Un vecino del sombrío barrio bogotano en el que me encuentro, celebra solitario y pone a sonar
“Aquel 19”. Yo, encerrado, espero volver pronto al Pascual Guerrero. Recuerdo los momentos lindos junto al “Rojo” y me aseguro que sí, que este fue un tremendo cumpleaños. Muchas gracias, América.