Quienes disfrutamos y los que sufren con el fútbol, por igual, coinciden que este deporte-espectáculo es un fenómeno político y social que entre otras funciones opera como un mecanismo de identidad nacional. Tampoco hay dudas sobre el hecho de que el fútbol-espectáculo posibilita la manipulación de la sociedad en pos de afianzar el modelo político-económico y el status quo, disuadiendo el cambio social y, a la vez, abriendo las puertas a las enormes ganancias de pocas empresas trasnacionales.
Por Aram Aharonian
Al fútbol se le considera el deporte más popular del mundo, ya que unos 300 millones de personas lo practican a lo largo y ancho del orbe, desde Corea del Norte hasta Estados Unidos, desde Palestina a la caribeña Turcos y Caicos.
Es entretenimiento, diversión y pasión, pero también es una actividad muy lucrativa tanto para las federaciones nacionales, para la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA) y para las empresas trasnacionales, socias de esta institución en la organización de los torneos locales, regionales, intrarregionales, interregionales e, incluso, las copas mundiales.
Hace ya 24 años, cuando el Mundial de México, escribíamos una nota-ficción junto a Víctor Ego en la que especulábamos que quizá en el futuro los mundiales se jugarían entre los contratados por Nike contra los de Adidas, los de Coca Cola contra Gatorade… Ni tan lejos estábamos: Internacional de Milán, campeón de Italia y de Europa, es supuestamente un equipo italiano donde generalmente no se alinea a ningún italiano.
Sin dudas, el fútbol tiene implicaciones políticas, sociales y culturales muy amplias, y dentro de esta teoría neoliberal de dejar todo librado al mercado, el Mundial sirve para que, a través de los medios cartelizados de comunicación, estas grandes empresas trasnacionales garanticen nuevos mercados para sus productos.
Hay jugadores que ganan más por ser “modelos” de estas empresas trasnacionales, que por su labor profesional. Las empresas pelean el mercado para que los mejores jugadores usen tal o cual calzado o ropa deportiva, se afeiten o no, tomen este refresco o la otra bebida energizante, usen este reloj, aquel automóvil. Son los mejores referentes para el consumismo: Fulanito triunfó porque usó esta marca y tú también puedes (si usas la misma marca, claro).
Hay más selecciones nacionales (199) en la Federación Internacional que países reconocidos en las Naciones Unidas (186). La FIFA reconoce a Escocia, Gales, Irlanda del Norte y hasta ha admitido a Palestina. Parafraseando al estratega prusiano Karl von Clausewitz, se podría concluir que “el fútbol es la continuación de la guerra con otros métodos”.
Y no sería la primera vez que este mecanismo de identidad nacional tenga derivaciones bélicas (o sirva de excusa para ello), como ocurriera en 1969 en la tragedia armada vivida por Honduras y El Salvador.
La crisis del capitalismo europeo
Por eso, ¿permitirá la FIFA y sus socios que un pequeño país –y, a la vez pequeño mercado- se apodere de la Copa del Mundo? ¿A quién le venderán, entonces, los cientos de millones de camisetas, de zapatillas, cervezas, refrescos, electrodométicos, automóviles, televisores, etcéteras, etcéteras… y hasta vuvuzelas? ¿Lo permitirán árbitros que muchas veces han inclinado la balanza en favor de los más poderosos? (Basta recordar la clasificación de Francia con el manotón de Thierry Henry).
La crisis capitalista en Europa trajo aparejada la debacle de los dos últimos finalistas del Mundial: Francia e Italia. También se fueron Grecia, Serbia y Dinamarca. De Inglaterra y Alemania sobrevivirá apenas uno hasta cuartos de final. Desaparecieron grandes mercados para colocar los productos y entre los africanos (presuntos mercados emergentes) apenas clasificó Ghana. Hay preocupación en la FIFA.
Quedan varios mercados emergentes de países subdesarrollados, como los latinoamericanos, que metieron a Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay y México entre los 16 mejores. Si es por mercados potenciales, Brasil, Argentina y México son los más rescatables, y, además, en los dos primeros la crisis del capitalismo ha sido contenida con medidas oportunas. Y, junto a ellos, aparecen los “outsiders” asiáticos, Japón y Corea del Sur.
En su desesperación por sobrevivir deportivamente, aquellos orgullosos equipos blancos europeos debieron abrir sus puertas a los inmigrantes e hijos de inmigrantes: Francia salió campeona del mundo con muchos jugadores nacidos o hijos de nativos de sus ex colonias. En la selección holandesa de los años 1980-90 había varios nacidos en Surinam, por ejemplo. Después de muchos años, hay negros, polacos y turcos jugando en la selección alemana (y hasta un brasileño), olvidando aquello de la raza aria… Aparecen brasileños incorporados a la selección portuguesa, un argentino en la italiana
En 1924, Uruguay, un país –entonces- de casi dos millones de habitantes, entró a puntapiés en la geografía mundial, al clasificarse Campeón Olímpico, hazaña que repitió cuatro años más tarde. Y en 1930, esos blancos, mulatos, zambos y negros de un “paisito” que casi se cae del mapa, que se divertían jugando al fútbol, fueron los primeros Campeones mundiales, proeza que repetirían en Brasil 20 años después.
Pero Uruguay no es el único ejemplo, aunque sí, quizá, el primero. Ahí estuvo Costa Rica con sus tres millones de habitantes llegando a cuartos de final en 1990, y la Bolivia aymara en la Copa estadounidense de 1994. O la presencia de Eslovenia, con apenas dos millones de habitantes, y Eslovaquia, con 5,4 millones, en el mundial de Sudáfrica. Eslovenia casi clasifica a octavos de final y Eslovaquia, parte de la antigua Checoslovaquia, lo logró y nada menos que ante Italia, el último campeón.
El fútbol debiera servir para integrar símbolos nacionales, como estilos, ritmo, movimientos, dinámica, que tengan que ver con la propia historia e idiosincrasia de los pueblos y las naciones. Decía el argentino Dante Panzeri que el fútbol es la dinámica de lo impensado. Claro, Panzeri se refería al deporte y a sus cultores, y no al espectáculo profesional –y el circo asociados- auspiciado por las grandes trasnacionales.
Pero cuando vemos hoy, en Sudáfrica, que las selecciones africanas, en su mayoría, son dirigidas por “mercenarios” entrenadores europeos, observamos cómo se les quiere amputar esa identidad en pos de un supuesto “juego moderno y competitivo”. Cuando se salen de los rígidos esquemas de entrenadores que vienen del frío, es cuando renace la alegría del juego africano, cuando se oyen de fondo los tambores de la selva, y no solo las vuvuzelas.
¿Se juega como se piensa? Esa es una buena pregunta. Porque lo que quedó demostrado en Sudáfrica es el aburguesamiento del profesional europeo, que parece haber perdido (salvo honrosísimas excepciones) la alegría de jugar, para calcular cada paso que da en la cancha y sus alrededores. Los han vuelto metrosexuales, modelos de otras mercancías (y no de su arte, que es el jugar al fútbol) y de consumismo, alejados de sus gentes, de su idiosincrasia, su historia. Hoy se juega más de acuerdo a los cálculos que haga la federación de cada país y las ideas o esquemas que tenga el entrenador (y si es foráneo, peor).
El negocio
¿Quiénes manejan la FIFA? Hasta el 1974, fueron los europeos, pero era otra época más romántica del fútbol (obviamente dejando de lado los campeonatos mundiales ganados por Italia en plena dictadura de Mussolini). El brasileño Joao Havelange rompió esa hegemonía europea hasta que nuevamente la tomó el suizo Joseph Blatter, quien está ahora al frente de las decisiones del organismo.
Dicen que fue Havelange y su visión empresarial la que globalizó y el fútbol y lo convirtió en mercancía, generando ingresos millonarios para ciertos consorcios trasnacionales. En 1994 llevó al Mundial a un país donde el fútbol es muy poco popular. Ahí hizo caso de las influencias de las empresas trasnacionales, asociadas ya a la FIFA en el negocio. Lo mismo pasó con las Olimpíadas, cuando Delta Airlines y Coca Cola lograron imponer la sede de Atlanta.
Y hoy llegaron a Sudáfrica, a África por primera vez, buscando nuevos mercados para los mismos productos, cuyas ventas bajaron sensiblemente en el último año en Europa y Estados Unidos, gracias a la crisis de modelo económico y político. En Sudáfrica, la mayoría negra se contagió de la fiebre mundialista, mientras los blancos estaban más interesados en el partido de rugby que jugaron los Sprinboks con Francia.
Obviamente, la FIFA olvidó a quienes generan al negocio, a las futbolistas, la mayoría de los cuales (exceptuando los pocos cientos de privilegiados) sufren situación de servilismo por parte de los clubes (e intermediarios) que trafican sus fichas y sus futuros.
La página web de la FIFA señala que las Copas del Mundo “generan ingresos sustanciales (…) a través de la venta de boletos, los derechos de transmisión, los patrocinadores y la mercancía alusiva.” También señalan que “los beneficios fluyen a los equipos finalistas, mientras que la FIFA retiene únicamente los fondos que necesita para financiar sus costos administrativos y las actividades centrales para el siguiente período de cuatro años.”
Suena demasiado altruista, ¿no?, sobre todo cuando se sabe que las ganancias de la institución superaron los 400 millones de dólares en el mundial anterior, cifra exponencialmente superior a los gastos administrativos que pueda tener.
¿Habrá posibilidad para que un país “chico” se alce con la Copa? Claro, sería un muy mal negocio para los mercaderes, pero ¡que bueno sería para el fútbol!
Huracán y sus homónimos argentinos
Hace 1 semana
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