Hay que replantear el estatus legal del balompié y que sea vigilado por una instancia transparente
Por El Tiempo
Fue un secreto a voces durante demasiados años, y lo denunciaron algunos periodistas y lo pusieron en evidencia unos cuantos líderes que conocieron a fondo lo que sucedía entre bambalinas, pero nadie en todo este tiempo se atrevió a destapar la olla podrida del fútbol.
Resulta importante preguntarse por qué: por qué siempre que se puso el tema sobre la mesa, y se recordó la manera como a este deporte lo rondaron intereses poco claros, se obtuvo como respuesta la actitud arrogante de unos directivos que actuaban como si estuvieran por encima de la ley. Solo unos cuantos osaron poner en duda lo que estaba sucediendo.
Hubo silencio de las autoridades de los distintos países donde el balompié convoca multitudes. En Colombia, ninguna de las tres ramas del poder se ha dado verdaderamente la pela para poner en cintura a toda una profesión y todo un negocio que insistía en comportarse como una familia, como un problema de ellos y de nadie más que ellos. El olvido de la sana distancia que debe guardarse entre el poder político y judicial y el del fútbol ha sido una constante a lo largo y ancho del planeta. Quienes han denunciado abusos laborales contra los futbolistas, lavado de activos e incluso explotación de menores se han quedado solos. Han sido señalados de aguafiestas.
Hubo también silencio de los aficionados. Parecía como si nadie quisiera romper el encanto de un juego que enamora desde la infancia y es refugio de millones de personas que en naciones como la nuestra, en conflicto, se han dado cuenta de que siempre que juega la Selección patria logran ponerse de acuerdo y consiguen encontrar los objetivos comunes que requiere un país para superar los reveses de fortuna.
Se habló en pasado de los tiempos en los que el fútbol estuvo infiltrado por la ilegalidad, pero, detrás de la cortina de humo de la emoción futbolera y de las glorias y las miserias de la Selección nacional, poco se hizo la pregunta de qué tanto se habían purificado las costumbres y los manejos de los equipos de siempre.
Ha sido una vergüenza. Por esa inmunidad de la que gozó el fútbol durante tantos años, y que tendría que terminar de una vez por todas luego de las revelaciones de esta semana, no solo se cometieron los delitos que con tenacidad hoy persigue la justicia de Estados Unidos. Por ser intocable como una religión o como una entretención popular que se da permiso de hablar de su propia justicia y su propia sociedad, han pasado por las narices de los tribunales de muchos países toda clase de abusos de las leyes y de arbitrariedades contra los ciudadanos hechas desde el mundo del fútbol.
La investigación a la Fifa, que ha ido dando resultados incuestionables y encontrando culpables que se han visto obligados a colaborar –hay que decirlo: la única justicia que se atrevió a emprender una pesquisa de tal magnitud–, tendría que haber producido el rechazo de la comunidad futbolera mundial, un paro, un punto final en busca de un renacimiento del deporte. Y, sin duda, la Fifa se ha visto obligada a dar la cara, y sus dirigentes han tenido que reconocer que el negocio se los llevó por delante a ellos, a su honestidad y al fútbol, de paso, pero de hemisferio a hemisferio se ha seguido cayendo en la tentación de olvidar la sordidez y el hampa que a veces rodean los partidos, para entregarse a la emoción de los noventa minutos.
Esta semana nos tocó la vergüenza: luego de meses de negarles la verdad a quienes lo relacionaban con el caso de la Fifa, y de días de especulaciones alrededor de la noticia de su renuncia a la presidencia de la Federación Colombiana de Fútbol, Luis Bedoya se declaró culpable de dos cargos ante la Fiscalía de Nueva York –de conspiración de soborno y fraude en transferencia bancaria–, mientras eran capturados los presidentes de la Confederación Suramericana de Fútbol y de la Confederación de Norteamérica, Centroamérica y el Caribe de Fútbol. El Departamento de Justicia habla de “uso de contratos para crear una apariencia de legitimidad para pagos ilícitos”, de “creación de compañías fachadas, cuentas bancarias en paraísos fiscales, movimiento de efectivo en grandes cantidades, evasión de impuestos y obstrucción de la justicia”.
Es tiempo de entender, pues, que la magia del fútbol no puede seguir siendo su escudo protector, por más traumático que resulte romperla. Es hora de replantear el estatus legal del balompié. Es hora de que sea vigilado por una instancia independiente y transparente, como el de cualquier negocio, el funcionamiento de semejante deporte, de semejante espectáculo, seguido por millones de aficionados cándidos y entregados en cuerpo y alma a una ilusión. Todos, jugadores, dueños de equipos, patrocinadores, periodistas y Estados, deben trabajar en equipo para lograr que el fútbol vuelva a ser el juego inocente y poderoso cuyo encanto ha sobrevivido a pesar de todo.
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