Por Emmanuel Ramiro
Hay profecías hermosas. Pinceladas que redondean una vida. Guiños del destino que parecen sacados de algún cuento de Fontanarrosa. Morir el día que tu equipo se proclama campeón del Brasileirao por quinta vez en su historia puede ser el más bello de los epílogos. Más aún cuando nuestro personaje, un futbolista irrepetible, respondió algo así una lejana mañana de 1983: “Quiero morir un domingo y con Corinthians Campeón”. El círculo se cerró hace un año, el 4 de diciembre de 2011. Ese día Corinthians levantaba el Brasileirao, horas después de la muerte de su mayor ídolo. Era domingo.
Aquel día no pudo regatear al destino, aunque la victoria nunca fue el único objetivo de su vida. “Ganar o perder, pero siempre en democracia”. Así saltó, bandera en mano, Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieria de Oliveira (Belém, Brasil, 1954), en la final del Torneo Paulista, en 1983, en el encuentro que enfrentaba a su equipo, el Corinthians, contra el Sao Paulo, en el estadio de Pacaembú. Pero algo impresionó más que su fútbol de seda y su liderazgo sobre el terreno de juego. Fue su filosofía de vida, su manual político valiente, su ilustrado carácter más allá de los terrenos de juegos.
Sus eternos 193 centímetros se sustentaban sobre un pie diminuto, un 37 con el que acariciaba la pelota como pocos. Luego estaba su cambio de ritmo, su golpeo de tacón (con el que llegó a marcar algún penalti) y su disparo de media distancia. Pero su esencia residía más arriba, en la cabeza. Ese coco privilegiado le ayudaba a driblar sus debilidades, a sacar el máximo rendimiento a su visión de juego panorámica y a leer los partidos para descerrajar con sutileza cualquier defensa.
Así, El Doctor se convirtió en el ídolo de la torcida de O Timao, la hinchada del Corinthians, uno de los clubes más grandes de Brasil. Con apenas 23 años Sócrates, doctor y futbolista, era un adelantado a su tiempo; fuera de él, un rebelde con causa. Con el fútbol como altavoz supo conducir la pelota para marcar más de un gol al régimen militar de Figuereido. Convertido en el líder del pueblo denunció las injusticias del poder, lanzó su mensaje esperanzador y convenció a todos de que la democracia era el camino más sencillo para ganar aquel partido.
Otro Brasil era posible y Sócrates se encargó de recordarlo con cada uno de sus goles: “Regalo mis goles a un país mejor”. Uno de esos tantos lo marcó antes del pitido inicial. Fue el 15 de noviembre de 1982. Ese día los militares convocaron elecciones en Sao Paulo y el 8 del Corinthians entró en acción. Todo el equipo salió ese día al terreno de juego con una camiseta en la que se podía leer: “Día 15, vote”. Las autoridades militares intentaron censurar el mensaje, que aquella imagen no llegara a la prensa. Fue imposible, más aún tras el recital de juego y goles con el que deleitaron a su parroquia Sócrates, Vladimir y Casagrande, los tres tenores del Timao.
Después de aquello tampoco dudaron en posicionarse a favor del cambio político. Había nacido la Democracia Corinthiana. Un movimiento que contagió a toda la entidad hasta el punto que todas las decisiones en el club se tomaban por sufragio directo. Todas, desde las concentraciones hasta los horarios, pasando por el reparto de primas o los días libres. Aquel mensaje traspasó las puertas del club, conquistó a una hinchada de 25 millones de aficionados y fue piedra de toque de lo que estaba por venir.
Héroe social de su país, al que defendió en los mundiales de España’82 y México’86, Sócrates formó parte de una de las mejores selecciones verde amarela de la historia, pero nunca pudo levantar la Copa del Mundo. Junto a Zico, Falcao, Tohinho Cerezo, Junior o Eder vivió la tragedia de Sarriá, la tarde en la que Paolo Rossi truncó los sueños de orden y progreso. España se quedó sin samba y el mundo perdió la oportunidad de contagiarse de aquella fiebre amarilla. Sócrates lo resumió así: “¿Perdimos? Mala suerte y peor para el fútbol”.
En México’86, con Sócrates como capitán, la fantasía se agotó en una tanda de penaltis. Frente a la Francia de Platini, ni el astro galo ni el revolucionario brasileño acertaron a marcar en la especialidad de ambos. Fue el crepúsculo triste de una generación brasileña huérfana de títulos y suerte, pero inagotable en recursos y reconocimientos. Nuevamente, Sócrates inmortalizó los sentimientos que desprendía aquel conjunto con su verbo fácil: “No jugamos para ganar, sino para que nos recuerden”.
Hablaba un hombre que de niño tuvo más libros que balones de fútbol. Sócrates nació en una familia acomodada que le facilitó su acceso a los estudios, para terminar decantándose por la medicina. Con los años se convirtió en un seguidor de Karl Marx y socialista por convicción. Su padre –admirador de los filósofos griegos– también jugó un papel muy importante a lo largo de su vida. Don Raimundo decidió su nombre mientras leía La República de Platón. Estaba a punto de nacer un jugador diferente. ¿Cómo no recordar ese nombre? Sócrates. El resto lo hizo el fútbol.
Publicado originalmente el 4 diciembre de 2012 en Perarnau Magazine
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