Por Mauricio Cabrera
Margaret Thatcher siempre tuvo lo necesario para ser líder donde quiera que se parara. En su apodo de tres palabras llevaba una descripción perfecta. En ella no cabían los titubeos ni las vueltas atrás cuando tomaba una decisión. Era una mujer que mandaba con la fuerza propia del hombre y con la convicción de la mujer que ordena cada pieza de su entorno con precisión milimétrica. Su ADN resultaba tan transparente que bautizarla como Dama de Hierro fue más una consecuencia que un acto de inspirada creatividad.
A partir de sus decisiones políticas, Thatcher jugó y perdió en la Copa del Mundo México 1986. Su decisión de recuperar las Malvinas al costo que fuera trasladó la política a la cancha. Desde que las fuerzas inglesas derribaron el crucero General Belgrano del ejercito argentino, en La Pampa se lanzó una promesa de venganza que años más tarde se materializaría con la épica tramposa y divina en simultáneo de Diego Armando Maradona. A Thatcher debió importarle poco la revancha argentina. Fue derrotada en la cancha, que ignoraba salvo cuando brotaba la violencia, pero aquella jugada de guerra en 1982 fue más que un detonante para la ira argentina, también abrió las puertas de una revolución en el fútbol inglés, que a partir del thatcherismo comenzó a dejar de ser auténticamente de los obreros para pasar a las clases altas.
Las tragedias se desencadenaron con brutalidad. El 29 de mayo de 1985 el fútbol perdió 39 a 1 en la final de la Copa de Campeones en el estadio Heysel. Hooligans del Liverpool empujaron a la fanaticada rival siguiendo el manual de los estadios británicos. Lo consiguieron de la peor manera. Treinta y nueve personas murieron aplastadas. El partido, pese a los muertos que aún no llegaban al cielo, se jugó. Desde los once pasos, con esa astucia natural que tiene para aparecer en momentos de alta trascendencia política y mediática, Michel Platini marcó el gol de la victoria para Juventus.
Thatcher declaró la guerra a los hooligans, esos fanáticos extremistas que deben su mote a una riña callejera en 1898 en que destacó en el informe policial un hombre llamado Hooligan. “Hay que limpiar el fútbol inglés de los hooligans”, mencionó para iniciar una lucha de poderes que desafiaba a los grupos que reinaban el futbol desde la década de los sesenta y que resultaban intocables en los ochenta.
Pese a la promesa, Thatcher tardó en pasar de la retórica a la práctica. Sus prioridades de gobierno la distrajeron de su deber con la seguridad en los estadios. Sin embargo, en 1989, el peligro que representaban los hooligans alcanzó un punto de no retorno. La sobreventa de entradas para un partido semifinal de la FA Cup de 1989 entre Liverpool y Nottingham acabó con hooligans entrando por la fuerza al estadio. Y una vez más lo consiguieron después de aplastar contra el alambrado a quienes ya habían ingresado. Noventa y tres muertos fueron demasiada sangre como para volver a limpiarla con un paño que apostara al olvido.
Se produjo entonces el golpe que alejó a los hooligans de los estadios. Si de por sí las políticas de Thatcher siempre habían sido clasificadas de clasistas, el fútbol se convirtió en el espejo de su manera de gobernar. El Informe Taylor, nombre dado a la profunda investigación para dar con las teclas que debilitaran el poder de los hooligans, dio paso al Football Spectators Act, que como puntos centrales tenía el incremento de poder para la policía, la imposición de medidas más severas por perpetrar actos violentos en el estadio y una modernización de los mismos, que incluía la prohibición de zonas sin asientos, mejores accesos y cámaras de vigilancia para atrapar a los responsables de la violencia.
La modernización ahuyentó a los hooligans de manera definitiva. Para garantizar que las medidas se cumplieran, el Estado giró préstamos a los clubes. Estos, por presión económica y también como parte de los esfuerzos para extinguir el hooliganismo, subieron los costos de las entradas hasta en un trescientos por ciento. Y desde entonces, esos aficionados rebeldes y extremistas, provenientes en su mayoría de los sectores más bajos, se fueron diluyendo como soldados caídos en la batalla. La televisión se mantuvo como su único punto de contacto con el fútbol.
La Dama de Hierro también fue un parteaguas para el futbol británico. Los hooligans se han ido a grado tal que Manchester United analiza cómo mejorar la acústica de Old Trafford para que su estadio pese como debería hacerlo. En lo deportivo, los ingleses viven dándole vueltas al porqué su invento ha bañado de gloria a otras naciones y no a la propia. Desde Inglaterra 1966 algo empezó a torcerse, y para algunos enamorados de la naturaleza popular del juego, la culpa la tiene Margaret Thatcher por haber alejado al aficionado y, sobre todo, a ese futbolista en peligro de extinción de raíces obreras, de corazón valiente y de espíritu indomable. Su forma de gobierno también acabó imponiéndose en el fútbol.
Tomado de www.laciudaddeportiva.com
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