Foto: AP. Eric Cantona, versión 2009. Dice que actúa sólo cuando siente un papel, pues tiene con qué vivir.
Por: Fernando Araújo Vélez
El Espectador
Su imagen se multiplicó por el mundo porque una tarde, una mala tarde de enero de 1995, antes de meterse en el vestuario y reventar las paredes a puñetazos, saltó una barda y le rompió la cara con una patada voladora a un hincha del Crystal Palace. Ira desbocada, locura de futbolista ofendido, ceguera de hombre largas veces humillado. Eric Cantona fue suspendido por nueve meses, condenado en principio a dos semanas de prisión y, luego, a 120 de trabajos solidarios. De Rey, como lo llamaban los fanáticos del Manchester United, pasó a ser lacayo. De ídolo intocable, a villano escupido. Los políticos lo censuraron, la prensa lo sepultó, algunos futbolistas lo despreciaron. Él prefirió el silencio en un perdido refugio en el que fue, en toda su dimensión: ermitaño, amargo y huraño.
Uno de aquellos días supo por el amigo de un amigo que Diego Maradona lo estaba buscando. Entonces salió de su guarida para conversar con él y hablaron de muchas cosas y recordaron otras tantas, hasta que Maradona le propuso que crearan una fundación mundial de futbolistas, una especie de sindicato que defendiera los derechos de los jugadores contra los intereses multimillonarios de los empresarios. Cantona dijo que sí, por supuesto, y propuso a unos cuantos integrantes del club, que también aceptaron la propuesta: Brolin, Stoichkov, Weah, Rai, tipos como ellos, rebeldes, luchadores, duros. Con ellos, y con Maradona como máximo referente, Cantona fue descubriendo las verdades esenciales del fútbol detrás del fútbol, los negocios por debajo de la mesa, los resultados amañados, los empresarios corruptos y pasó de las rabias a la decepción, y de la indignación a la renuncia. En 1997 dejó el fútbol. Tenía 31 años apenas (había nacido el 24 de mayo del 66 en Marsella) y un historial repleto de goles, 161, copas (seis de liga, dos copas de Inglaterra), escándalos y reyertas.
Cinco años más tarde, en el 2002, las huestes del Manchester lo eligieron el mejor de la historia, el más querido, por encima de nombres legendarios como Bobby Charlton, George Best y Ryan Giggs. Cantona sonrió. Agradeció, pero ya el fútbol era pasado. Desde hacía cuatro años se había convertido en actor y productor de cine, así como en el protagonista de los minifilmes que editó Nike. Fue verdugo del diablo en una escena histórica en la que compartía el escenario del Coliseo Romano, que era una cancha de fútbol, con Paolo Maldini, Ronaldo y Figo. Todo era oscuro, hasta que le llegó la pelota a él y la paró con el pecho. La puso bajo la suela de su botín. Se levantó el cuello como solía hacerlo en sus tiempos de crack. Observó al diablo que cuidaba el arco de los ángeles caídos y sacó un zapatazo imposible que le perforó el tórax a aquel Lucifer con ínfulas de portero. Fue gol, uno más.
Meses más tarde era un mafioso de los mares que en un barco decidía quién debía seguir y quién quedarse. “Siempre fue un socio y un amigo también, y más que nada, un loco y un rebelde como yo”, decía de él por aquellas épocas Maradona. Cantona se había alejado del fútbol grande. Jugaba en la playa y decía cosas como “lo importante es correr 10 metros con inteligencia, y no 50 como caballo”, hasta que se metió de lleno al cine. Un año atrás lo llamó uno de sus directores preferidos, Ken Loach, el hombre de las imágenes de la clase popular inglesa, y le propuso que hicieran una película, Loocking for Eric. El filme contaba parte de su historia desde dos personajes que, de una u otra forma, eran él. Una semana atrás se estrenó en el Festival de Cannes. Cantona volvió a las primeras planas de los diarios, y la televisión francesa repitió hasta la saciedad aquella agresión contra el hincha del Crystal. Como corolario de tanta exposición, el eterno rebelde del Manchester dijo que para él actuar era como ser futbolista, un juego de niños.
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