Por Salvador López Arnal
Rebelión
Suspendamos por un momento cualquier consideración sobre el fútbol como opiáceo procedimiento de desviación y control social, aunque también en este ámbito pueden escucharse lamentos y gritos de la criatura agobiada. Dejemos en el escritorio las numerosas y tenebrosas conexiones político-económicas de las direcciones de los clubs más poderosos. Pasemos por alto la notabilísima influencia de un deporte-espectáculo-negocio que hace que alumnos de 18 o más años vayan a sus clases, con toda normalidad, sin atisbo de intranquilidad, disfrazados con camisetas y pantalones del equipo de sus preferencias como si fueran a practicar a una cancha deportiva. Contengamos la rabia ante el disparate, nada inocente desde luego, de que informaciones radiofónicas y telediarios, día sí, otro también, se inicien y desarrollen dedicando más de un 30% de su tiempo a supuestos acontecimientos deportivos, figurando en no pocas ocasiones como noticia de primera plana o primera información televisiva. Llenos de terror, sonrojo y horror, alejemos nuestra mirada de la imagen de un Berlusconi adormilado en la final de Roma. Olvidemos durante unos instantes paisajes ciudadanos desolados por furias que explotan sin dirección ni finalidad. ¿Qué ha sido lo mejor en Sheparad de este año, como todos por otra parte, de fútbol, fútbol y más fútbol?
Lo confieso con algún átomo de mala conciencia introducida por una compañera, mi compañera, que mira la situación con sabiduría distante: soy también un barcelonista rendido ante la altura cívico-deportiva de Josep Guardiola. Uno más, uno entre una legión que empieza a ser aléfica. Y no sólo por el jugador que fue, que lo fue y grande, sino por el entrenador que es: prudente, culto, modesto, sin palabras altisonantes, sin denigrar jamás al adversario, reconociendo y destacando sus virtudes, con una limpia y trabajada concepción del fútbol que ha conseguido hilvanar uno de los grandes equipos de la historia reciente, con jugadores de la talla de Henry, Piqué, Iniesta, Xavi, Messi, Busquets, Touré, Abidal, que a mi me recuerda, perdonen la ensoñación, el Brasil de Sócrates. Por si faltara algo, Josep Guardiola es además lector de Miquel Martí i Pol, aquel poeta-obrero que leíamos con devoción de jóvenes y del que recordábamos siempre aquel verso imborrable: “No hay ley de la inmensidad que no quepa en los ojos de una mirada inquieta” (Un poeta, por cierto, que fue capaz de entrevistar a Manuel Sacristán para Oriflama y sacarle una de las mejores aproximaciones que se conocen a la obra poética de Joan Brossa).
¿Ha sido entonces Pep Guardiola y su equipo de ensueño lo mejor del año? Casi…Pero no, no del todo.
Entre lo mejor, vale la pena insistir, hay que incorporar dos cosas más:
Los abucheos a la marcha real en el estadio del Valencia en la final de la Copa del Rey, acompañados de un recibimiento nada entusiasta de los máximos representantes de la (irreal) Casa Real, y en segundo lugar, el gesto, un gesto inolvidable de ese jugador inmenso que se llama Frédéric Oumar Kanouté. Aquella camiseta, públicamente mostrada, que denunciaba la barbarie cometida por el estado étnico-racista de Israel contra la población palestina de Gaza permanece en la retina de todos, en la memoria de los gestos admirables.
Así, pues, tot el camp és un clam. ¡Visca el Barça, viva Kanouté y que suenen con fuerza los pitidos y silbidos contrarios a símbolos y representantes de una institución perdida en oscuras noches de una Historia no menos ennegrecida!
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