Por Dani González
Fútbol Oblicuo
El Shangai más rojo hace mucho tiempo que dejó de relacionarse con China. Ese Shangai, menos maoísta, cada vez más socialdemócrata, aunque con verdaderas raíces comunistas, se encuentra en Livorno, Toscana, la Italia rossa y amaranta. El gran puerto del oeste italiano, situado, como no podría ser de otra manera, a la izquierda del mapa. Ese Shangai también se asoma a un mar: el Tirreno. Más tranquilo, menos visitado por esas navieras con sede en Ginebra, especialmente desde que Nápoles y sus camorristas absorbieron todo el tráfico de la falsificación, de la tecnología más barata y de los dudosos juguetes chinos. Ahora Nápoles manda. Antes lo hizo Livorno. Así en el fútbol como en la vida.
En Livorno, Toscana, se fundó el Partido Comunista Italiano. Era 1921, la Gran Guerra había terminado e Italia se asomaba, ya unificada, a Europa. Shangai era y es un barrio dentro de un barrio. Una ínsula portuaria que se encuentra en la periferia de uno de los grandes centros económicos y comerciales de la Italia de la primera parte del siglo XX. Y allí, en 1975, nació Cristiano Lucarelli. Entre banderas rojas de hoces y martillos y estribillos que le decían ciao a la bella. Lo hizo un año antes de que Bertolucci filmara Novecento, tres antes de que las Brigate Rosse secuestraran y asesinaran a Aldo Moro y doce meses antes de que Andreotti, Il Divo, regresara a la presidencia del Consejo de Ministros transalpino, un gobierno democristiano sostenido entonces por el propio Partido Comunista, que poco antes había firmado el llamado Compromesso Storico.
Así llegó a la vida la némesis de Paolo di Canio. Hijo de estibador sindicalista y de ama casa. Comunista antes que todas las cosas. Diestro de pie, zurdo de corazón. Rojo de cabeza, amaranta su pasión, los colores de un equipo al que sin embargo llegó tarde. Su sueño hubiera sido entrar en la selecta lista de los One Club Men que encabeza Matt LeTissier. No pudo. No le dejaron, aunque su compromiso con su Shangai, con Livorno, con su hinchada, con su puerto, con las ideas que defendieron sus vecinos (muchas veces hasta alcanzar la propia muerte) no dejó de plasmarse en periódicos, televisiones, columnas y artículos de medio continente. También hubo críticas para Lucarelli. Llegaban desde el sur, pero también desde el norte. La eterna dicotomía transalpina. Dos países dentro de una misma frontera, eterna herencia de las ciudades estados pre Garibaldi. En el sur le llamaban pijo del norte. Eran ellos los que sufrían el olvido de la presidencia del Gobierno, no los orgullosos y prósperos toscanos, acostumbrados desde el Medioevo a disfrutar de grandes privilegios económicos y comerciales. Desde el norte en cambio le llamaban trasnochado. Qué fácil es ser comunista con una cuenta bancaria de varios ceros, escribían desde la Padania (Bossi, Lega Norte, rancia ultraderecha), donde incluso se llegó a decir que desayunaba niños para rendir más sobre el césped. Nunca necesitó más que su pasión por el juego y por las ideas que defendían sus héroes del puerto de Livorno para convertirse en un buen futbolista. Pero no llegó a la camiseta amaranta cuando quiso. Más bien cuando pudo. Comenzó la escalada en el campo base de la Serie D. No fue un juvenil mimado por un gran club. Trabajo, trabajo y trabajo, que diría Claudio Ranieri, el técnico que lo llevó a la élite europea, al Valencia. Pero antes hubo otros muchos equipos. Perugia, Cosenza, Padova, Atalanta, Valencia (inoportuna lesión incluida), Lecce y Torino. Siempre cerca del Mediterráneo. Siempre cerca del sur.
Fue a los pies de las colinas de Superga cuando consiguió la tan ansiada notoriedad deportiva internacional, aunque ya era famoso a su pesar. Habitual en la delantera de las categorías inferiores de la selección italiana, Lucarelli, comprometido e indómito, decidió celebrar uno de sus tantos en la sub 21 mostrando una camiseta con el retrato de Ernesto Che Guevara. El rival era Moldavia, país especialmente castigado por los últimos coletazos de la URSS, y las consecuencias, siempre paralelas al fútbol, llegaron antes de que se señalara el final de aquel partido. Prácticamente al mismo tiempo que bajaba el puño derecho que había levantado (como casi siempre, por otra parte) para celebrar aquel gol, Lucarelli fue sancionado por su federación, llenó editoriales de los periódicos más conservadores e incluso protagonizó una sesión en el Parlamento de Italia, con muchos menos comunistas que en aquellos gloriosos años setenta que tanto añoraban el delantero y su familia de sindicalistas portuarios. Le habían echado de la selección aprovechando hasta las últimas consecuencias una norma de la FIFA de la que bien puede hablar Frederic Kanouté.
Su imparable carrera hacia la delantera azzurra se frenó de repente, pero no sus ganas de mezclar fútbol y política. “El fútbol es política en Italia; es un reflejo de nuestra sociedad. Es así. Los que no lo quieren ver siempre son los que mandan, los poderosos, los de arriba”. Eran palabras del toscano, que rápidamente se convirtió en un icono para los hinchas de izquierda del polarizado calcio, donde las curvas se llenas de hoces, esvásticas, martillos y cruces célticas. Allí nació el movimiento ultra, muy presente en la vida del ateo Cristiano, que a su salida del Toro rechazó millones de euros para viajar de nuevo al sur, a los orígenes, a Shangai, Livorno, Toscana. Vestiría la elástica amaranta, cumplido sueño de infancia, en la Serie B. Ahí comienza su verdadera leyenda, aunque quizá puede marcarse esa fecha en el día que se decidió por su dorsal. El número elegido: el 99. Motivo: era el año en el que se fundaron las BAL (Brigate Autonome Livornesi) el grupo ultra de izquierda más radical del país, capaz de asumir más del 50% de las localidades del coqueto Armando Picchi, el estadio que institucionalizó el “Berlusconi pezzo di merda” que retumbó durante años en buena parte de los campos de fútbol italianos.
Luego llegó su encuentro con Aleida Guevara, hija del Che, provocado por el presidente del club, livornés y comunista, como prácticamente todos en esa parte de la Toscana. También el ascenso, el título de Capo Canonieri, la clasificación del equipo para la Copa de la UEFA, el éxito, la aportación de jugadores a la selección nacional campeona del Mundo en 2006 y las ofertas. Millonarias y excesivas ofertas. Y también el existencialismo. Ideas o futuro económico para su familia. Compromiso local o ambición global. Livorno o Shakhtar. Cinco ceros o seis ceros. Y volvieron a hablar de él en las rancias tertulias televisivas dirigidas por don Silvio, el verdadero Padrino del país. Y le criticaron desde las tierras de la Lega Norte, donde le caricaturizaban en sus medios afines en cuanto había ocasión. Lucarelli decidió la opción capitalista, aunque con matices. Al mismo tiempo que rastrearía los vestigios del extinto comunismo de estado, la mitad de su ficha en el poderoso equipo ucraniano, hijo de la oligarquía del carbón creada tras la desaparición de la URSS, la destinaría el futbolista a fundar Il Corriere de Livorno, con el que, siempre escorado a la sinistra, intentaría contrarrestar el empuje de los medios berlusconianos. Se iba en busca de los oscuros rublos convertidos en euros, jugaría la Liga de Campeones, volvería a ser uno de los importantes en su oficio, pero su compromiso seguía con su ciudad, con las BAL, con su puerto, con Shangai.
Igual que con el Torino, cuando en un Derby della Mole anotó un tanto a la Juventus, el imperio Agnelli sobre el césped, con el Shakhtar cumplió otro de sus sueños. Marcar contra el Milan en la Liga de Campeones. Delante de Galliani. Delante de los dirigentes que tanto intentaban controlar sus impulsos. Luego firmó otro gran contrato con el Parma y regresó cedido a Livorno para llegar a Napoli, su nuevo hogar. De nuevo cerca del Tirreno. De nuevo cerca de un gran puerto en el que, paradojas de la vida y de la propia Italia, el sindicalismo fue sustituido hace ya demasiado tiempo por el camorrismo.
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