Por Eduardo Galeano
Escrito uruguayo
Aunque el atleta no lo sepa, o no lo quiera, sus hazañas cobran valor simbólico, y en ellas resplandece, como si estuviera invicta, la pisoteada dignidad de muchos. Mucho significa para muchos, por ejemplo, George Weah, y no sólo para los liberianos, que en peregrinación acuden al pantanoso barrio del puerto de Monrovia donde el futbolista pasó su infancia, sino también para todos los negros del mundo: George Weah, mejor jugador del mundo en 1995, había nacido en una casilla de lata y cartón y a los 12 años fumaba marihuana y era ladrón profesional.
Llevan millones de personas dentro de sí los atletas africanos, hombres y mujeres de Kenia, Etiopía, Somalia, Burundi o Sudáfrica, que en estos últimos años han conquistado, por primera vez en la historia, trofeos olímpicos. Mientras Nelson Mandela, que en sus años juveniles había sido boxeador aficionado, se convertía en un político de influencia mundial, el maratonista Josiah Thugwane se consagraba en Atlanta, en 1994, como el primer negro sudafricano que ganaba un campeonato olímpico. La política y el deporte confluían, así, en la revelación y en el anuncio de nuevas victorias en la lucha universal contra el racismo y la discriminación.
Los militantes por los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos reconocen a Jackie Robinson como un profeta. Robinson fue la primera estrella negra del béisbol, que era un deporte sólo para blancos, a fines de los años 1940. Por entonces, los negros norteamericanos no podían compartir con los blancos ni siquiera el cementerio, y Robinson logró imponer su extraordinaria calidad deportiva a pesar de que el público lo insultaba y le tiraba maníes, los rivales le escupían y en su casa recibía, continuamente, amenazas de muerte.
Los atletas negros se han legitimado en el béisbol, como en otros deportes, porque a duras penas han conquistado su espacio y han podido probar que son tanto o más rentables que los atletas blancos.
Esa legitimación, por mérito deportivo, coraje cívico y virtud de mercado, se proyecta fecundamente en el marco mayor de reivindicación de la igualdad de las razas, contra una larga tradición de prejuicio y desprecio.
Hasta hace poco tiempo, hubiera sido inimaginable el éxito de Tiger Woods en el golf mundial: el golf era un deporte donde la función natural de los negros consistía en cargar los palos al hombro y recoger pelotitas.
Recogiendo pelotas de golf y barriendo un estadio, se gana la vida la mayor figura del deporte en Guatemala. En otros tiempos fue corredor de fondo, imbatible en las maratones. Para los indígenas de Guatemala, mayoría maltratada del país que los humilla, tiene un valor emblemático este indio quiche, que había nacido llamándose Doroteo Guadamuch: por racismo, las autoridades le cambiaron el apellido maya y lo obligaron a llamarse Mateo Flores. En homenaje a sus proezas, fue bautizado Mateo Flores el estadio nacional de fútbol, que adquirió triste notoriedad internacional cuando una avalancha dejó 90 muertos el año pasado. En ese estadio trabaja él, como limpiador, escobillón en mano. Quizás algún día, cuando llegue, si llega, el tiempo de los justos, el estadio llevará el nombre maya que este atleta tenía y quería tener.
El sindicato mundial de jugadores de fútbol, la Asociación Internacional de Futbolistas Profesionales, dio su puntapié inicial hace unos meses, en Barcelona, en una jornada contra el racismo y la discriminación. Fue un nacimiento elocuente, que mucho tiene que ver con la memoria y con la realidad del deporte mundial.
Las más altas estrellas del fútbol han padecido el racismo, por ser negros o mulatos, o han sufrido, por ser pobres, la discriminación. Y en muchos casos, sumados el color de la piel y el origen social, han sido víctimas de ambas humillaciones a la vez. En la cancha, han encontrado una alternativa al crimen, al que habían nacido condenados por promedio estadístico, y se han elevado a la categoría de símbolos de la ilusión colectiva.
Una encuesta recientemente realizada en Brasil, muestra que dos de cada tres jugadores profesionales no han terminado la escuela primaria, y la mitad de esa mayoría tiene piel negra o mulata. A pesar de la invasión de la clase media, que en estos últimos años se advierte en las canchas, la realidad actual del fútbol brasileño no está lejos de los tiempos de Pelé y de Garrincha: Pelé, que en su infancia robaba maní en la estación del tren, y Garrincha, que aprendió a gambetear eludiendo policías. Pelé y Garrincha eran jugadores que contenían inmensas multitudes, que en ellos jugaban y cuya dicha o desdicha dependía de sus piernas.
A veces los héroes populares, los que más gente contienen, son los que más solos están. Algunas preguntas se me ocurren a propósito de un ídolo de nuestro tiempo: el polémico Maradona. Como suele ocurrir con las preguntas, quizás no encuentren más respuesta que nuevas preguntas:
¿De qué huye? ¿Huye de los perros de la fama, que él mismo convoca a gritos? ¿Corre en círculos Maradona, acosado por la fama que lo persigue y que él persigue?
¿Es Maradona un drogadicto de la cocaína o un drogadicto del éxito? ¿Existe alguna droga más venenosa que el éxito? ¿Hay alguna clínica capaz de curar a sus víctimas?
¿Maradona se niega a retirarse porque se niega a morir? ¿No puede mirar los partidos en lugar de jugarlos? ¿Es imposible el regreso a la multitud de donde viene? Volver a la multitud, ¿es como volver al hambre?
¿No tenemos todos una deuda de comprensión y gratitud con este jugador rebelde, que tanto ha luchado por la dignidad de su oficio y tanta hermosura nos ha dado en los estadios?
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