Por Ricardo Martínez Martínez
Rebelión
Cayó la noche en tormenta y eso me obligó a bajar la velocidad casi al límite de los 5 kilómetros por hora.
En el camino laberíntico y pedregoso que conectan a Perquín, Morazán, al nororiente de El Salvador, con La Esperanza, Lempira, al centro norte de Honduras, Doña Pascualita, una indígena Lenca de 70 años, me guió hace apenas unos meses sobre este tramo de los más de 340 kilómetros de frontera entre ambos países. El destino: visitar las comunidades de la zona, testigos de la historia en esta minúscula parte del mundo que sacude desde hace décadas las relaciones bilaterales y, sin sospecharlo, llegan los días en que acaparan la atención pública internacional.
Visto desde cualquier punto en horas del día, el espeso cuerpo vertebrado de las montañas se abre paso por un paraíso natural acompañado de diminutas aldeas enclavadas en el centro de la reconocida zona verde mesoamericana que se extiende hasta las selvas de Guatemala y México, en un extremo, y al territorio volcánico de Nicaragua, en el otro.
Árboles frondosos de exquisita madera, afluentes de agua que alimentan a las ciudades, y minerales, sobre todo de oro, han sido causa de innumerables conflictos bélicos y sociales que se remontan a 1571.
El periodista Ryszard Kapuscinski fue testigo de la crisis geopolítica que llevó al tope, durante cien horas, siglos de desacuerdos. El 14 de julio de 1969, Honduras y El Salvador entraron en guerra por el diferendo sobre la posesión de esas tierras limítrofes. La intuición y el olfato periodístico guiaron al corresponsal de la Agencia Polaca en su viaje a la capital Tegucigalpa, Honduras. En el mismo día de su llegada lo abrazó la tensión, la incertidumbre, la crueldad y la desolación.
En su reportaje titulado La guerra del fútbol, el escritor resumió las paradojas y lo absurdo de aquella confrontación despiadada entre dos naciones, en la cual se ensalzaron el patriotismo, la malicia y el rencor. Las hordas desatadas y eufóricas llevaron la violencia hasta sus últimas consecuencias atravesando todo el tejido social.
Sangre y sufrimiento fueron compartidos entre los partidarios de las selecciones nacionales de fútbol que competían por clasificar para el mundial México '70. Como relató el reportero, antes de los bombardeos desde aviones caza sobre poblaciones indefensas, ya la guerra había comenzado.
El resultado de seis días continuos de choque y pavor fueron seis mil muertos, veinte mil heridos, 50 mil personas perdieron sus casas y sus tierras y muchas aldeas fueron arrasadas. En la zona desapareció una generación y sus esperanzas.
El tiempo dio tregua a los disparos, pero la paz se firma hasta 1980, una paz de los sepulcros. Los gobiernos y ejércitos respectivos se unieron en santa cruzada para comenzar otra guerra interna en ambos países contra la insurgencia y la población civil, que se extendió por una década más. El saldo de las dictaduras de Napoleón Duarte, en El Salvador, y Policarpo Paz García, en Honduras, arrojó hasta 1992 la macabra cifra de 75 mil muertos, seis mil desaparecidos, aldeas destruidas y poblaciones masacradas como la de El Mozote y la del Lempa.
A 15 años de la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno y la guerrilla salvadoreña, y la sentencia de la Corte Interamericana de Justicia para delimitar las tierras entre Honduras y El Salvador, los conflictos en la zona verde (como se le conoce) no han desaparecido, proliferan: pobreza, delincuencia, desapariciones, tráfico de drogas, paramilitares, conflictos agrarios y empresas mineras, son elementos del escenario que mantiene en la incertidumbre a las poblaciones en la franja fronteriza. La guerra sigue por otros medios y se ha extendido a todas las esferas de la vida.
Ya Kapuscinki había resumido en aquel año de 1969 la tendencia histórica de la violencia en la región: “Las hostilidades cesaron gracias a la intervención de los países de América Latina si bien las fronteras entre Honduras y El Salvador sigue siendo, hasta la fecha, escenario de muchas escaramuzas armadas en el curso de las cuales mueren personas y las aldeas se convierten en cenizas.”
Confirmé, con Doña Pascualita, la previsión del escritor polaco. Esa zona sigue siendo escenario de una guerra silenciosa que quizá nunca se solucione, pero lo real es que la guerra dilapida la razón.
“No hay guerra que se pueda transmitir a distancia. Una persona se sienta a la mesa y se pone a comer tan tranquila mientras ve la televisión: en la pantalla, torbellinos de tierra saltan por los aires –corte–, se pone en marcha la oruga de un tanque –corte–, los soldados caen abatidos y se retuercen de dolor, y el espectador pone mala cara y maldice furioso porque, pendiente de la pantalla, ha puesto demasiada sal en la sopa. La guerra vista a distancia y hábilmente manipulada en una mesa de montaje no es más que un espectáculo. En la realidad, el soldado no ve más allá de la punta de su nariz, tiene los ojos cubiertos de polvo, e inundado de sudor, dispara a ciegas y se arrastra por la tierra como un topo, y sobre todo, tiene miedo”, concluyó su relato el periodista, testigo anónimo de esos acontecimientos.
Ryszard Kapuscinski ya no podrá contarnos otro capítulo, aunque nos ha dejado el legado del nuevo periodismo convertido en literatura. El 23 de enero lo abrazó la muerte.
Publicado originalmente en enero de 2007
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