Haber ingresado a las FARC en 1987, me ponía un año por delante del mundial de fútbol de 1986, que ganó Argentina con un Maradona elevado a la categoría de dios en las canchas mejicanas. Pasarían tres años antes de que se volviera a presentar otra copa mundo. Recuerdo que fueron esos los años de gloria del América de Cali en el torneo nacional, así como también los días amargos de la intromisión descarada de las mafias del narcotráfico en el fútbol rentado.
Todo eso había hecho que mi afición por el deporte de las multitudes menguara enormemente. En la guerrilla se sostenía que el fútbol era un negocio sucio en el que los resultados se ajustaban a los intereses de determinados grupos, de manera que el gran público resultaba ser siempre un juguete manipulado por estos. Pese a ello, un campeonato mundial de fútbol resultaba demasiado para cualquier argumento de esa naturaleza, sobre todo si Colombia había clasificado.
El mundial de 1990 me sorprendió en Santa Clara, un pueblecito de una veintena de casuchas ubicado en una hermosa cuchilla de 1400 metros, en jurisdicción de Fundación, Magdalena. Desde lejos tenía la forma perfecta de una hamaca y desde su calle central, la única además, se divisaban paisajes impresionantes hacia todos los puntos cardinales. Los blancos filos de la Sierra Nevada destacaban al oriente, al tiempo que al sur y al norte se atisbaban lejanías maravillosas.
Los hombres salían a trabajar en las fincas desde tempranas horas y los niños de la escuela ingresaban a clase en las primeras horas de la mañana. Después de la agitación que precedía la partida de los carros de la línea hacia el pueblo en el plan, Santa Clara quedaba casi vacía. Si no fuera por los altavoces de los equipos de sonido de algunos negocias de tienda y billar, en los que se podía oír las emisoras en FM de Barranquilla, el silencio lo habría invadido todo.
Colombia había ganado por 2 a 0 a Emiratos Árabes, y pese al empeño que puse por interesar a los escasos pobladores, en su mayoría mujeres, a seguir el juego contra Yugoeslavia por la televisión, nuestra selección terminó derrotada por un gol a cero. Algunas mujeres quisieron cogerme de burla por aquel resultado. Decidí responderles que no se trataba de un asunto personal, sino de la pasión del país entero. Allí jugaba nuestra selección nacional y todos teníamos el deber de apoyarla.
Entonces me propuse que el partido contra Alemania fuera a otro precio. De los seis guerrilleros asignados a la región, formé dos grupos con la misión de recorrer todas las veredas aledañas, invitando a los pobladores a ver aquel juego en el caserío. El día del partido había unos 150 espectadores. El dueño del billar más grande tenía uno de los dos únicos televisores a color en Santa Clara. Hablé con él para que permitiera ver el juego a todos allí.
Los guerrilleros nos vestimos con los colores de la bandera nacional, y muchos niños siguieron nuestro ejemplo. Otra gente se pintó el rostro de tricolor. Cuando inició aquel juego el recinto del billar tenía un lleno a reventar. Procuré encender las barras con consignas y vivas. A los pocos minutos de juego noté que la pasión por nuestro equipo se había apoderado de todos y todas allí. Las mujeres que me burlaron eran las más fanáticas vivando nuestro equipo.
Hasta el punto de que cuando faltando apenas unos minutos Alemania nos hizo el gol, vi lágrimas de angustia en el rostro de muchas de ellas. Parecía que habían perdido a su ser más querido. Por un momento me sentí culpable, yo era quien había llevado las cosas a tal paroxismo. Pero cuando Fredy Rincón empató faltando un minuto para el final, la explosión de felicidad general lo compensó todo. La gente se abrazaba y lloraba de alegría, quizás fue lo más hermoso que vi en la vida.
La fiesta se nos desbarató en el partido contra Camerún. Quizás había el doble de gente en el mismo local. Lloramos con el error fatal de Higuita, nuestra estrella y orgullo nacional. Los cohetes comprados se quedaron sin lanzar. Pasarían casi cuatro años para volver a experimentar lo mismo que en Santa Clara aquel día del empate glorioso con Alemania. Esta vez fue en el sur de Bolívar. Veníamos de varios días de marcha por entre la selva ardiente del Magdalena Medio.
Recién había terminado un largo operativo. No teníamos idea cómo lo habían sabido, pero por unos documentos capturados al enemigo tras un combate, nos enteramos de que aquella embestida tenía por objeto capturar o dar de baja a Timoleón Jiménez, el miembro del Secretariado Nacional que tenía algunos meses de haber llegado a la zona del 24 Frente. Nadie, salvo las unidades que comandaba Pastor y el mismo Timo, conocía de su presencia en la zona.
Había llegado allá en un arriesgado vuelo en avioneta desde los llanos orientales, las proezas que hacía la guerrilla en plena época de la persecución contra el fugado Pablo Escobar. Del Magdalena Medio santandereano, lo habíamos trasladado al otro lado del río grande, siempre por agua, de noche, castigados por el implacable zancudero que domina la región. Tras tres meses de reuniones con los mandos que fundaban el Bloque, por fin salíamos de lo más profundo de la selva.
Recuerdo que cruzamos el río Tamar y nos metimos a la montaña que hacía parte de la finca de un viejo colono fundador de la zona, cuando alguien recordó que estaba por comenzar el partido entre Argentina y Colombia, por la clasificación a la copa mundo de 1994. Timo y Pastor, cediendo al entusiasmo de los guerrilleros, accedieron por fin a sacar el pequeño televisor a blanco y negro que cargaba una de sus tropas, mientras los muchachos se daban mañas para izar una antena.
El partido tenía lugar en Buenos Aires, creíamos que íbamos a perder por goleada. Más de una vez los jefes estuvieron a punto de ordenar que se apagara el aparato y recogieran todo. Las atajadas de Oscar Córdoba, portero colombiano, y los goles que desperdició Argentina, obligaban a lanzar exclamaciones de júbilo. Pero nada como los cinco goles sucesivos de Rincón, Asprilla, Rincón, Asprilla y el tren Valencia. Era imposible contener la felicidad y la bulla respectiva.
Quizás porque todo el mundo se hallaba presenciando el juego, nadie se percató de la gritería que brotaba de aquella montaña esa tarde de 5 de septiembre. Ni siquiera estaba claro que el Ejército hubiera abandonado la zona por completo. Podía haber patrullas camufladas entre la jungla. Quizás ellas estarían también alborotando. Lo cierto fue que apenas terminó el partido, abandonamos el sitio a toda prisa, se suponía que nadie debía conocer nuestra presencia.
Del mundial de 2002, apenas escuché por radio, en medio de la operación que siguió a la ruptura de los diálogos del Caguán, que Brasil había sido campeón y que Ronaldo había sido su figura excepcional. No hubo la menor oportunidad de ver la televisión en un solo juego. Hasta escuchar la radio resultaba peligroso. Igual pasó con el mundial de 2006, en las vegas de los ríos Duda y Guayabero. El famoso cabezazo de Zidane lo miramos tiempo después, en directo fue imposible.
En el 2010 las cosas fueron muy distintas. Para entonces me hallaba en la serranía de La Macarena y los bombardeos, desembarcos y operaciones terrestres que perseguían al Mono Jojoy adquirían dimensiones épicas. El día 11 de junio se llevaba a cabo el primer juego, que enfrentaba a Méjico y Sudáfrica. Desde la madrugada, a unos 15 kilómetros al norte de nuestra ubicación, se oyó bombardeo aéreo y de morteros desde las cuatro de la mañana.
A las once llegaron los aviones Súper Tucano a descargar sus bombas en las inmediaciones de nuestro campamento. Desde entonces no hubo tregua, todos los días y noches se presentaban los aviones a descargar su explosivo una y otra vez. Resultaba imposible escuchar por la radio las transmisiones de los juegos. Debíamos permanecer en un lugar durante el día, mientras en la noche buscábamos otro sitio en donde dormir.
Había que hacer trincheras en los dos lugares. Así que cavábamos por la mañana y por la tarde. Las trincheras estaban ubicadas a un lado de nuestras caletas, de manera que pudiéramos saltar a ellas a la menor señal de peligro. Pese a ello, la presencia de los aviones se fue convirtiendo en rutina. Los muchachos desenredaban las esponjas de bombril y se las arreglaban para colocar una de sus puntas en el lugar más alto posible, la rama de algún árbol gigantesco.
Llamaban dichas antenas parabólicas. Con ellas se sintonizaba a la perfección la señal de la radio. Así que mientras cavábamos seguíamos los partidos de fútbol. Recuerdo la tristeza de Gerson cuando Brasil perdió ante Holanda. En su parecer, la mejor selección del mundial era la auriverde. Pero había quedado por fuera del torneo. La gran final se llevaría a cabo el domingo siguiente y enfrentaría a Holanda contra España.
Alexandra, la holandesa, permanecía en el campamento de El Mono, a unos quinientos metros del nuestro. Allá, en solidaridad con ella, todos se habían hecho fanáticos de la Naranja Mecánica. Supimos que El Mono ordenaba prender la televisión cuando jugaba dicha selección, un aparato a color alrededor del cual las tropas de su unidad se arremolinaban para mirar sus partidos. La señal entraba colocando la antena lo más alta posible.
Hablé un día antes de la final con Alexandra, conocida por la prensa como Tanja. Ella decía que en las lenguas nórdicas la “j” sonaba como “i”, así que la pronunciación correcta era Tania y no Tanja. Le dije que la tercera era la vencida, que yo había seguido a Holanda en el 74 y en el 78, cuando había quedado de segunda. Esta vez sería la campeona. No hubo bombardeo el día de la final, así que vivieron en directo la angustia de ver caer a Holanda ante España.
Aquello parecía un mal presagio, se había aguado la fiesta general. Algo más de dos meses después, El Mono perecería en el más aterrador de todos los bombardeos sufridos. Pese a ello, en el 2014, en pleno proceso de paz, los que nos hallábamos en La Habana tuvimos la oportunidad de seguir el campeonato mundial que ganó Alemania. Coincidió con una reunión con la dirección del ELN. Timo y Gabino presenciaron el partido que perdió Colombia con Brasil. Las cosas habían cambiado.
Publicado originalmente en Las 2 Orillas
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