Texto publicado originalmente en el libro "La Patria Deportista" (Editorial Planeta, Buenos Aires, 1996), bajo el título Ernesto Guevara, La aventura del deporte.
Por Ariel Scher
El Clarín
Se trataba de un sonido seco y monótono. Surgía de la nada, empujado desde la naturalidad del silencio, y se expandía moderada y seguramente hasta provocar una pequeña sensación de espanto. Avanzaba como un silbido tenue y se iba descomponiendo para convertirse en una especie de rebuzno. Desfilando con la sincronía de un ejército, el jadeo, la asfixia y el miedo sobrevenían uno detrás del otro, ensayando una rutina de la que sólo se sabe que no hay que esperar el final. Ahogado hasta añorar el oxígeno, el inside batallador no tenía más remedio que dejar a su equipo de rugby con catorce jugadores y corría hasta la línea de touch buscando un objeto que casi le devolvía la vida. Inhalaba profundo, se recomponía, y muy pronto regresaba al campo de juego para que los suyos volviesen a contar con quince integrantes. Luego, el ciclo recomenzaba, se agotaba, recomenzaba y se agotaba. Ocurría varias veces por partido. Para ser un jugador de rugby, ese inside asmático resultaba toda una rareza. Se llamaba Ernesto Guevara.
El Che Guevara en sus tiempos de jugador de rugby.
Entre las elites sociales que habitaban la zona Norte del Gran Buenos Aires en la expiración de la primera mitad del siglo XX, mucho de lo que existía era excluyente y selectivo. Inclusive el aire, que de tan puro y fragante parecía una exageración de la realidad. A Guevara le sucedía con ese aire lo que más adelante le pasaría con la gente que lo respiraba: no le alcanzaba... dispuestos a que así como en la vida, en el rugby todo transcurriera como debía de ser, los miembros de esas elites, que tropezaban por primera vez con las migraciones de Guevara hacia el inhalador en medio del juego, inicialmente se asombraban y después rechazaban. Con frecuencia preguntaban cómo ocurría aquello que estaban viendo. Los conocedores, acostumbrados al espectáculo, relataban que ese inside era asmático y que tenía recomendado abandonar el juego, pero precisaban que era muy cabeza dura y se resistía. El inside, añadían, al igual que las circunstancias que protagonizaba, era un joven fuera de lo común. El tiempo y el propio Ernesto Guevara se iban a encargar de darles la razón.
El castigo del asma
La pesadilla del asma se acurrucó en los bronquios de Guevara el 2 de mayo de 1930. Fue, inicialmente, una tragedia individual y familiar. Es que cualquiera adivinaba que daba inicio una confrontación desigual. Peleaba un niño de dos años contra un mal considerablemente mayor, dueño de un mito que articulaba la invencibilidad con la desdicha.
Ernesto Guevara Linch, el padre del Che, evocó muchos años después la época del bautismo asmático: "Lo que determinó gran parte de nuestra vida fue la furiosa asma de Ernestito. Recuerdo el día en que le dio el primer ataque y que descubrimos su mal. Tenía dos años. Era el 2 de mayo de 1930. Hacía un frío horrible y había sudestada. Celia era una excelente nadadora y no le interesaba el mal tiempo. Ella igual iba a nadar al Club Náutico San Isidro, cerca de la casa en que vivíamos. Ese 2 de mayo yo la había ido a buscar por la tarde. Era muy joven y, como tal, algo desaprensiva. No pensó en ningún momento que esa temperatura podía perjudicar al chico. Cuando salimos del club, Ernestito estaba muy mal. Fuimos a lo de un viejo médico, cuyo nombre no recuerdo que era vecino nuestro. En ese momento descubrimos la enfermedad. Durante los dos años que siguieron le hicimos todos los tratamientos posibles; por último el médico indicó que el lugar adecuado para él era Alta Gracia, Córdoba".
En las jornadas en que la tos del pequeño Ernesto se afincó en la casa de la familia Guevara, nadie supuso que de esa criatura débil pudiera devenir alguna vez un deportista.
Bañarse en salud
Una tía, Beatriz Guevara Lynch, fue receptora del primer logro deportivo del chico asmático: "Querida Beatriz la sorpresa es que lla sé nadar justo el día de tu cumple años aprendí a nadar recibe besos de Ernestito", le escribió con las faltas de ortografía del caso, el 22 de enero de 1933 desde "alta Grasia", como decía el texto.
La natación fue, en efecto, el primer deporte al que se dedicó Ernesto Guevara. No resultó una elección emergida del azar. Su madre, Celia de la Serna, había sido una excelente nadadora de río. Guevara aprendió en la pileta del Sierras Hotel, cercana a su casa, en lo que su familia veía como un refuerzo importante para combatir contra dos pulmones deficitarios. Era el tiempo en que la sombra del asma forjaba obsesiones de conjunto. Era el tiempo en que todos los adultos que rodeaban a Guevara concebían al deporte como una herramienta dirigida casi en términos exclusivos a conseguir que ese chico fuera, esencialmente, normal. Otra tía, Carmen de la Serna, le confesó al periodista y biógrafo del Che, Hugo Gambini, que "cuando era muy chico tenía los hombros levantados por la respiración forzada, pero luego se le ensanchó la caja torácica con el deporte y el aire de Córdoba".
Los calendarios fueron demostrando que la concepción del deporte como medicamento era restringida. Quizás, empezaba a percibirse, el asma no partiría nunca. Pero para el Ernesto preadolescente la relación con el deporte tenía un sentido mucho más abarcativo que el de su defensa frente a una enfermedad que suele avasallar.
A los doce años tomó lecciones con el campeón argentino de estilo mariposa Carlos Espejo, y contra las disposiciones médicas y a escondidas de sus padres, se entrenaba mañana y tarde hasta tornar en un entrenamiento de sus amigos el tomarle el tiempo de sus mejores intentos.
Cuando en la casa paterna se descubrieron las fugas de Ernesto hacia la pileta, la explicación fue la misma que se empleaba para tratar de comprender otras conductas del hijo mayor del hogar. Bordeando la objetividad decían: "tiene un carácter rebelde".
Los primeros saltos
La gran proeza en el agua llegó poco después. Adolescente por unos años e inquieto para siempre, Guevara se asombró ante las funciones de un circo japonés llegado a Córdoba, entre cuyos miembros había acróbatas que se tiraban desde una gran altura a un estanque de medio metro de agua. Era un viaje loco y largo por el aire que siempre hacía brotar la explosión del aplauso pero nunca la tentación de la copia.
Aunque la entrada era muy cara, Guevara repetía y repetía la visita al espectáculo. En cada función se ubicaba más cerca del lugar de la prueba. Con los ojos abiertos registraba cada desplazamiento de los saltadores del circo. Con los ojos cerrados, podía reproducir la cadena de movimientos que culminaba en la zambullida más osada que había visto. No era un secreto: quería aprender la técnica de ese salto.
Tiempo después, en la localidad Cordobesa de Los Chorrillos, Guevara encontró una nueva ruta para escandalizar a sus amigos y amigas. El relieve irregular de la zona ofrecía pequeños picos pedregosos que se apoyaban en espacios de agua pequeños. Tras escalar las piedras, Ernesto simulaba tener miedo, tambaleaba un poco y finalmente se lanzaba hacia unos huecos de agua de un metro o un metro y medio. Era, en realidad, un ejercicio que había practicado hasta el agotamiento en la piscina. Pero invariablemente encontraba algún espectador que se asustaba ante tanta temeridad.
Es cierto que Guevara fue un nadador de calidad. Pero la reproducción del salto circense no surgió de su talento para el agua sino de su voluntad ilimitada para hacer posible lo que parece imposible. Durante el resto de sus días continuó viviendo a los saltos. Y también confiando en que nada era imposible.
Aunque un médico cordobés le extendió un certificado para que se lo eximiese de hacer educación física, la vida en Alta Gracia propició el desarrollo deportivo del pequeño Guevara. Según contó su padre, llegó a ser "un excelente jugador de golf", fruto de que su casa quedaba pegada al campo de golf de la ciudad y de su amistad con los caddies del lugar. "Todos venían a mi casa, desde los hijos del encargado del hotel de Alta Gracia hasta los caddies del campo de golf", narró Ernesto Guevara Linch para describir el contexto social en el que su hijo modelo otra de las vertientes de su nexo con el deporte. Unos años más tarde, Guevara también fue caddie y compitió con resultados aceptables en el Golf Club de Villa Allende, uno de los espacios más renombrados para la práctica de ese juego.
Los años de Alta Gracia contribuyeron para que el cuerpo de Guevara mejorara su capacidad aeróbica, aunque no lograron sofocar el asma, que le duró toda la vida. En esa época inauguró su entusiasmo por las caminatas y también un ejercicio que le sería particularmente útil mucho después: el montañismo. El joven Ernesto aprovechó los cerros cordobeses para conseguir dos piernas firmes, a las que fortaleció subiendo y bajando las alturas que circundaban su casa. En la agitada conclusión de la década del '50 y en una isla localizada muy al norte de Alta Gracia, Ernesto Guevara volvería a la montaña.
En Alta Gracia también incursionó en el boxeo y se exigió hasta rendir en el ping pong. El tenis, en cambio, fue en aprendizaje posterior. Cuando la familia se mudó a Córdoba, capital, alquiló una casa pegada al Lawn Tennis de la ciudad. Tanto Ernesto como su hermano Roberto pudieron jugar bien gracias a las lecciones de una maestra entrenada: la hija del cuidador de las canchas de ese club.
Hacer un futbolista
Hugo Gambini detalló en su libro El Che Guevara los inicios de la relación de Ernesto Guevara con el fútbol: "Leía las crónicas deportivas para informarse sobre los campeonatos profesionales de fútbol y como la mayoría de sus amigos eran adictos a los mismos clubes (Boca o River) Ernesto quiso elegir uno distinto. Cuando descubrió la existencia de Rosario Central, un club de la ciudad donde él había nacido, adhirió fervorosamente a su divisa. A partir de ese instante le encantó que le preguntaran '¿ De qué cuadro sos?', porque le daba la oportunidad de responder con cierta altivez: 'De Rosario, de Rosario Central. Yo soy rosarino'. No tenía la menor idea sobre esa ciudad ni había visto jamás a su equipo, pero él era rosarino y defendía su identidad...".
En esos años, Guevara tenía un ídolo en ese Central que imaginaba más de lo que conocía. Era Ernesto García, quien después brilló como puntero izquierdo en Racing. A García se lo conocía con el seudónimo de Chueco, pero también tenía otro apodo capaz de encajar con inclinaciones, aunque futuras, de Ernesto. Le decían "El poeta de la zurda". Acaso una vocación temprana por la rebeldía sumó otra singularidad en la biografía futbolística de Guevara. En Córdoba, contra las preferencias dominantes de los habitantes de la provincia, que volcaban sus simpatías hacia los clubes Belgrano y Talleres, eligió ser hincha de Sportivo Alta Gracia. Nunca hizo grandes esfuerzos en explicar por qué.
Ernesto Guevara padre dio cuenta de otra anécdota futbolística: "Estando en el Sierras Hotel de Alta Gracia, cuando mis hijos Roberto y Ernesto aún eran niños (ocho y once años) un íntimo amigo mío les preguntó a modo de broma: '¿A que no saben los nombres de los jugadores de Boca?'. Cuál no sería la sorpresa de mi amigo cuando los dos al unísono le fueron dando a toda velocidad los nombres de los once jugadores. Las personas allí presentes se reían a carcajadas al comprobar la rapidez con que habían contestado la pregunta; pero lo que no sabían los que escuchaban es que además podían dar de memoria los nombres de los jugadores de River, de Racing, de Tigre y de la mayoría de los cuadros de primera división. Y es que realmente el fútbol los apasionaba".
Su existencia como jugador resultó acotada. El límite previsible fue el asma. Igualmente, ratificando su determinación de andar contra más de una lógica, siempre realizó todo lo posible para que la respiración complicada no lo dejara fuera de la cancha. Un poco por decisión y otro poco por necedad, fue arquero, el puesto que menos movilidad le exigía y con el que tenía el inhalador a menor distancia. Quienes evocaron sus actuaciones destacaron que lo que más le gustaba era revolcarse por el suelo.
Guevara era un arquero gritón, preocupado por dominar con su voz los oídos de sus defensores. En Alta Gracia a uno de sus equipos lo bautizó "Aquí te paramos el carro". Cuando creció un poco, se integró a un equipo del pueblo cordobés de Bouer. Allí tenía una función adicional al cuidado del arco. Ocasionalmente, se le asignaba la persecución personal del mejor futbolista adversario. Guevara no era un virtuoso pero sí un tenaz. No era un gambeteador sutil pero poseía mucha fuerza y una capacidad de concentración extraordinaria. Marcar al rival más difícil no le permitía lucirse pero era una ayuda para su equipo. Por entonces, estaba dispuesto a subordinar su papel personal a la necesidad del conjunto. Nunca abandonó esa tendencia.
El gran descubrimiento
En 1939, Guevara aprendió a jugar al ajedrez en Alta Gracia a partir de su relación con una familia española, los Aguilar, que había abandonado su país como consecuencia del franquismo. Los padres de Ernesto, decididamente favorables a los republicanos en la Guerra Civil Española, acogieron a los exiliados y las dos familias trabaron una amistad que perduraría. El aprendizaje con los Aguilar no sólo le concedió a Guevara el conocimiento de las reglas de juego sino que le suscitó por el ajedrez una de las mayores pasiones de su vida.
Tanto fue el interés que, pese a que era un niño, siguió con atención el Campeonato Mundial de la especialidad que se disputó ese mismo año en Buenos Aires con un excéntrico ex campeón del mundo llamado José Raúl Capablanca como figura principal. Seducido por el talento de ese gran maestro, supo que Capablanca había nacido en un país del que no sabía casi nada. Gracias al ajedrez, y a los once años, Ernesto Guevara se enteró de la existencia de Cuba.
Cómo nace un rugbier
El inside del inhalador se hizo rugbier en Córdoba, cuando junto con algunos amigos empezó a practicar en el club Estudiantes. Alberto Granados, un amigo entrañable del Che con el que compartió grandes momentos de su vida, tiene presente el instante de la iniciación: "Estudiantes era un club desprendido de otro, más antiguo, llamado El Tala. Yo jugaba allí junto con mis hermanos y era el entrenador de la segunda división. En septiembre u octubre de 1942, vino Ernesto y me dijo que quería jugar al rugby. Había un problema. El tenía asma y la gente tenía miedo de que juegue porque varias veces se nos quedó duro en medio del campo. Pero como yo también había sido muy discriminado en el rugby porque era petiso y flaco, le dije 'te voy a enseñar'. Y él aprendió".
En las horas de su presentación como rugbier, Guevara llevaba el pelo muy corto, como si fuera un conscripto, por lo que sus amigos lo llamaban Pelado. Serio y semirrapado, afrontó la exigencia de ingreso a su club de rugby contra lo que podría suponerse, no debía afrontar una revisación médica ni un test de aptitud deportiva. El examen de ingreso era otra cosa.
"Mirá, Pelado - le dijo Granados -, acá el examen de ingreso consiste en saltar por arriba de un palo y caer con el hombro. Los que vienen al rugby para hacer pinta no se animan. Los que quieren jugar pasan la prueba. Ahora te toca a vos".
Guevara tomó carrera, dió el primer salto y ofrendó su hombro al suelo. Casi sin respirar, inició la segunda carrera, pegó el segundo salto y de nuevo fue al piso. Se levantó y reiteró el ciclo.
Granados rememora: "Si no le digo basta, todavía se está tirando...".
El aprendizaje le proporcionó a Guevara un tackle muy bueno, bastante heterodoxo. No tomaba al contrario de la cintura sino casi a la altura de los hombros. Era un tackle violentísimo que realizaba como wing o como ala, sus puestos iniciales. Poco a poco dejó de ser el Pelado para recibir un nuevo bautismo. Ahora era el Furibundo Serna, un apodo que articulaba su energía enorme para jugar con el apellido de su madre. Luego, Furibundo Serna fue apocopado en Fuser, porque la dinámica del rugby exigía un seudónimo más corto.
Guevara casi no faltaba a los entrenamientos nocturnos en el estadio provincial. Como eran los estudiantes los que jugaban al rugby todos los clubes practicaban de noche. Mientras esperaba su turno en la cancha, Fuser se acomodaba contra uno de los dos faroles que iluminaban el predio y emprendía un rito que no todos comprendían. Revolvía sus cosas, sacaba un libro y leía. Leía sin parar.
[Ver acá la segunda parte]
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